Thursday, March 21, 2013

«EL ODIO DE LA FE»


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Los últimos siete sermones de Mons. Romero comienzan desde su exegesis sobre la pobreza de las bienaventuranzas, siguen el camino de Jesús a Jerusalén tras los primeros cinco domingos de Cuaresma—desde las tentaciones de Jesús en el desierto, la Transfiguración, la higuera estéril, el hijo pródigo, y la adúltera arrepentida—y terminan con la humilde homilía del 24 de marzo por el aniversario de una madre difunta, cuya vida nos ayuda a ver la bondad de la vida cristiana que todos estamos llamados a vivir (español | inglés | audio).  Pero detrás de estos sietes sermones de amor y de fe que Mons. Romero predica, también se viene escuchando una contranota que se opone a todo lo que él plantea, sembrando el odio y los signos de la muerte en contra de su palabra dignificante y salvadora.

Anteriormente:

Contra la luz de los siete sermones de la fe de Mons. Romero, la voz de diatriba arroja sus sombras sobre el escenario.  Dos días después de la homilía sobre las bienaventuranzas, una bomba destruye la antena de radio que trasmite las misas de Mons. Romero, en un claro atentado de callar su voz.  El día antes de su homilía sobre la tentación del demonio, Mons. Romero recibe una amenaza anónima indicándole que su nombre está en la lista de personas que deberán morir.  La próxima semana, Mons. Romero hace su último retiro espiritual y se dispone a aceptar su suerte, como Dios disponga.  El día de su homilía sobre la higuera estéril, 72 candelas de dinamita son colocadas debajo del púlpito donde predicó—pero no estallan (si hubieran explotado, hubieran destruido la cuadra entera).  Dos días después, una bomba explota en la cooperativa sacerdotal.  En fin, cuando Mons. Romero predicaba estas siete homilías, tenía la plena consciencia que el ángel de la muerte tiraba su sombra sobre él.  Pero había encontrado la serenidad de San Francisco de Asís: “El día de nuestra muerte no hay que temerlo. Hay que esperarlo, como lo esperaba Francisco de Asís; la muerte, «mi hermana muerte», la gran liberadora—si se ha vivido como Francisco de Asís, si se ha vivido con sentido de escatología, esperando el día de la liberación, esperando el retorno de la Babilonia, esperando la liberación de Egipto, esperando la redención eterna de aquel Cristo resucitado que no puede morir” (Homilía del 13 de noviembre de 1977).

La lectura para aquella misa de aniversario de la muerte de Doña Sara Meardi de Pinto era Juan 12:23-26: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado.  En verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto. El que se apega a su vida la pierde; en cambio, el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna».  Este 24 de marzo de 1980, el Evangelio se podría aplicar con mayor relevancia a Mons. Romero.  Acaban de escuchar en el evangelio de Cristo que es necesario no amarse tanto a sí mismo”, dice el arzobispo que está a punto de ser sacrificado, “que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige, y, el que quiera apartar de sí el peligro, perderá su vida”.  Una nota en el periódico había anunciado su participación en aquella misa, y otro sacerdote había ofrecido tomar el lugar de Mons. Romero para evitar el peligro, pero Mons. Romero había insistido en no abandonar su puesto en la hora negra.  En cambio, al que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás, éste vivirá como el granito de trigo que muere, pero [solo] aparentemente muere. Si no muriera se quedaría solo. Si la cosecha es, porque muere, se deja inmolar esa tierra, deshacerse y sólo deshaciéndose, produce la cosecha”, profundizó.

Para echar más luz sobre este mensaje, Mons. Romero lee integralmente del capítulo 39 de la constitución de la Iglesia «Gaudium et Spes», que explica la relación entre la expectativa escatológica de la Iglesia y su visión social: «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad ... pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano ... No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana … todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal».  Esto resume todo lo que Mons. Romero ha tratado de predicar: que el designio de justicia en esta tierra debe ser una antesala para el reino de los cielos, y que la esperanza de ese mundo futuro debe ser un impulso para tratar de construir una sociedad que ya anticipa esa perfección.

Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos”, dice monseñor.  Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos exige”.  Advierte que es necesario pero no suficiente aspirar por una sociedad sana y justa, ya que al trabajar por esos ideales, “hay que tratar de purificarlos en el cristianismo, eso sí, vestirlos de esta esperanza del más allá; porque se hacen más fuertes, porque tenemos la seguridad que todo esto que plantamos en la tierra, si lo alimentamos en una esperanza cristiana, nunca fracasaremos, lo encontraremos purificado en ese reino, donde precisamente, el mérito está en lo que hayamos trabajado en esta tierra”.  Este es el principio de la trascendencia, en que Mons. Romero insistió verdaderamente hasta el final: no predicaba una utopía política, un progreso meramente económico y social, sino que una promoción integral de la persona inspirada desde la salvación anunciada por Cristo y encaminada hacia la promesa de la Resurrección.

Tampoco estaba invitando a todos los cristianos a incorporarse a una insurrección: el ejemplo que pone es el de la difunta, una madre que solamente había apoyado a su familia, a sus hijos.  Esta santa mujer que estamos recordando hoy, pues, no pudo hacer cosas tal vez directamente, pero animando a aquellos que pueden trabajar, comprendiendo su lucha, y sobre todo, orando y aún después de su muerte diciendo con su mensaje de eternidad que vale la pena trabajar porque todos esos anhelos de justicia, de paz y de bien que tenemos ya en esta tierra,” dice monseñor.  Regresa al tema de las lecturas del Evangelio y del Concilio: “sabemos que nadie puede para siempre y que aquellos que han puesto en su trabajo un sentimiento de fe muy grande, de amor a Dios, de esperanza entre los hombres, pues todo esto está redundando ahora, en esplendores de una corona que ha de ser la recompensa de todos los que trabajan así, regando verdades, justicia, amor, bondades en la tierra y no se queda aquí, sino que purificado por el espíritu de Dios, se nos recoge y se nos da en recompensa”.

Concluye, resumiendo su mensaje y su vida: “Esta Santa Misa, pues, esta Eucaristía, es precisamente un acto de fe: Con fe cristiana sabemos que en este momento la Hostia de trigo se convierte en el cuerpo del Señor que se ofreció por la redención del mundo y que en ese cáliz el vino se transforma en la sangre que fue precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta Sangre Sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar cosechas de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña Sarita y por nosotros”.  En ese instante estalló el disparo que quiso dar la última palabra a la voz de diatriba, del odio, y de la muerte.  En vez de eso, dio lugar a un martirio brillante y luminoso que sigue dando luz al mundo.
«Septem Sermones Fidei», los ultimos siete sermones de Mons. Romero

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